“¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?”

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“Señor mi Dios, ¿por qué me has desamparado y por qué estás tan lejos de mi salvación… clamo de día y no respondes, y de noche para mí ya no hay consuelo… y a mis palabras de clamor no escuchas…”- Salmo 22-. ¡La misma exclamación de abandono! La del título por Jesús en la cruz antes de morir; y la segunda por el salmista como un himno que se hace elegía al íntimo momento de soledad.

Si examinamos o auscultamos la esencia en las mismas, encontramos que Jesús exclamó los últimos suspiros como hombre donde pendía en la cruz exánime por la sed que lo consumía.

Deshidratado por la flagelación. Lo que había allí era un cuerpo humano con dolores, y la anímica sensación de abandono. Por eso la pregunta: “Padre, ¿por qué me has abandonado…?” Una pregunta que lo desgarra por la soledad que estaba viviendo. Cristo, quien lo acompañó en su misión redentora, ahora lo dejaba solo. Cristo no debía ser crucificado. Sin embargo, su hálito divino lo sostenía en los éteres.
Pero este aparente abandono no era más que la preparación a su Apoteósica Resurrección en su Magnificente Cuerpo de Luz, para sellar la cristalización del Misterio Crístico: “Jesús-Cristo” la Alianza Universal en pos de la salvación del Mundo y su humanidad.

Nos edificamos con la exclamación del salmista. ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación? El salmista se adelantó a los acontecimientos que viviría Jesús aproximadamente 700 años de su advenimiento como Mesías. Plasmó en su narrativa la soledad del alma en el hombre. Jesús, un Ser que sirvió a la gloria de su Padre con obediencia; donde para ello estuvo preso, flagelado, burlado y ahora estaba solo; cabía la pregunta y muchas otras más para entender el porqué de su abandono. Dice el Salmo: “…echaron suerte sobre mis vestiduras…” , las que eran impolutas por la santidad de su Divino Ser… Pero también en su interior con fe le dijo: “Sé que Tú eres Santo, en Ti confío”. Sabía Jesús que Dios era el perfecto controlador y por eso obedeció cuando dijo: “Todo está consumado”.

¿Cuántos de nosotros hemos experimentado la soledad de la oscura noche del alma, en la que nos hemos sentido abandonados por nuestro Padre Dios? Oramos -rogamos con clemente solicitud- y nos parece que no nos escucha. Pero olvidamos que cuando todo nos salía bien, a Él no le dábamos ni las gracias ni la gloria. Soberbios creíamos que todo lo que disfrutábamos era resultado de nuestro propio esfuerzo, y de nadie más. Y es entonces cuando desfallecemos por la falta de aliento; no porque Él nos prive de ese aliento, sino que por voluntad fuimos nosotros que nos separamos con ignorancia.

Conscientes ahora, al crucificar nuestras personalidades inferiores, y rasgadas las vestiduras con que nos vistió la ignorancia, resucitamos como nueva criatura obedientes a sus mandamientos de amor; pudiendo con ello exclamar: ¡En Verdad Soy hijo de Dios… y nunca más estaré solo, ni abandonado!

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