Un minuto con Dios

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El encanto de las rosas —cantó el poeta— es que, siendo tan hermosas, no conocen que lo son.

Indudablemente, tenemos cualidades en diversos ór­denes; negarlas sería ingratitud para con el Creador, de quien las hemos recibido.

Pero si somos arrogantes, si ostentamos orgullosamente nuestras cualidades, si nos atribuimos a nosotros mismos la propiedad y no el uso de esas cualidades, además de ser injustos, por atribuirnos lo que no es nuestro, demostraremos poca inteligencia, pues no ha­bríamos llegado a comprender que eso que tenemos no es nuestro.

Las rosas no conocen que son hermosas; porque no lo conocen, por ello no tienen mérito; nosotros debe­mos conocer y reconocer lo que Dios ha depositado en nosotros.

Pero todo eso, no para vanagloriarnos, sino para asumir la responsabilidad de hacer fructificar esas cualidades para el bien nuestro, de los nuestros y de toda la comunidad.

Eso es talento.

“Sí no me obedecéis, quebrantaré vuestra orgullosa fuerza y haré vuestro cielo como hierro y vuestra tierra como bronce” (Lev, 26, 19).

Nada nos aleja tanto de Dios como el orgullo, el creernos mejores de lo que so­mos, el no reconocer los defectos y miserias que tene­mos.

El orgullo es el barro que tapa nuestros ojos y nos impide ver las cosas de Dios.

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